martes, 15 de diciembre de 2009
sábado, 5 de diciembre de 2009
martes, 14 de julio de 2009
"La Última Vuelta de Tuerca" En el Centro Español.
Un escritor de corazón
La novela “La última vuelta de tuerca” es el más reciente trabajo del escritor y médico cardiólogo Hugo Villarroel Ábrego. Una historia sobre las complejidades del amor, los conflictos del corazón, pero también sobre la cotidianidad de los seres humanos.
Como cardiólogo que literalmente ha tenido el corazónen sus manos. Lo conoce, lo ha visto. “Era inevitable que pensara en el corazón y en males de amor”, admite Hugo Villarroel Ábrego. Quien tuvo que combinar su profesión médica con el oficio de escritor, por lo que escribir esta novela le tomó unos cuatro años en los que como él mismo dice “el libro estuvo migrando entre mi escritorio y la gaveta”.
Con la misma disciplina que aplica como médico, trabajó junto al poeta Roberto Laínez en la edición y cuidado de la novela. “Hemos trabajado en un proceso con Roberto, el cual a veces parecía jardinería y a veces construcción de albañilería”, explicó Villarroel. Así es como los personajes de la historia fueron tomando forma y fuerza.
“En este libro se habla de un taxista, characuaco, que se reencuentra con su hija después de mucho tiempo y trata de reconstruir aunque sea de una manera relativamente secreta y de poco perfil ese vínculo de amor, habla de amores que se han alejado mucho y se han reencontrado en el tiempo aunque esto generalmente lleva a crisis, los reencuentros llevan a crisis y la crisis lleva a sufrimiento psicológico. Quisimos darle personajes lo más parecido posible a los que vemos todos los días de carne y hueso”, explicó el autor.
Por su parte, Laínez aplaudió la disciplina mostrada por el autor a la hora de la edición, además de reconocer que la obra cuenta con los momentos de remanso y de intensidad requeridos en una novela. Es ese ritmo lo más difícil de alcanzar al escribir en este género: “Lo importante es que la novela cobre un ritmo y lo sostenga, que sea una novela que te module, es decir, que te de momentos de reposo pero también momentos intensos”, afirmó.
Agregó que la mayor valía de la obra radica en los personajes mismos, esto sin desestimar la historia misma: “creo que la gran fuerza de la novela radica en la construcción de los personajes, son personajes sólidos, que los sentís viviendo” detalló. La historia se desarrolla en una ciudad-estado, inexistente, pero pese a ello evoca paisajes de San Salvador, y así como puede serlo, puede que no", agregó Laínez.
Esta es la segunda publicación de Villarroel, su primer libro “En el nombre de David” lo publicó en 2004, una autopublicación que circuló más en su círculo de amistades. Su nueva novel, también autopublicada, tiene como objetivo llegar a más público, por ello también optó por solicitar asesoría editorial.
Pero ¿qué hace un médico escribiendo? “Exorcizando demonios propios”, responde presuroso Villarroel. Y agrega: “Uno es el catalizador de muchos procesos de vida de otros, somos el pararrayos de las emociones y el dolor de muchas personas. La carga de dolor, de frustración, de pena y de victorias y derrotas de la vida de mis pacientes me impregna y necesito expresarme”.
Ser escritor de tiempo completo “sería un sueño”, afirma Villarroel, pero sus pacientes lo demandan por lo que de momento ve difícil esa posibilidad. “No me imagino dejando una cosa del todo. Por momentos sueño con dedicarme a la literatura, es como un matrimonio de conveniencia”, el que tiene entre la medicina y la literatura, concluyó Villarroel.
PERFIL
Nombre:
Hugo Villarroel Ábrego, San Salvador 1964.
Trayectoria:
Médico cardiólogo de profesión. En 1994 ganó el Premio Nacional de Cardiología. En la literatura se inició en 2002, publicó su primera novela en 2004 llamada “En el nombre de David”. Su más reciente novela “La última vuelta de tuerca” se encuentra actualmente a la venta exclusivamente en Librería La Casita, su precio es de $14.5.
martes, 21 de abril de 2009
"La última vuelta de tuerca": un poco de historia.
sábado, 11 de abril de 2009
Crítica de "La última vuelta de tuerca".
viernes, 3 de abril de 2009
UNA CONVERSACIÓN CON DOUGLAS OLMEDO
lunes, 2 de marzo de 2009
LA ÚLTIMA VUELTA DE TUERCA
¿Puedo bogar contigo
Contra esta marea de improperios?
Dame tu mano ardiente
Para subir a cubierta
Dame el timón, dame tu brújula
Te llevaré a buen puerto
En donde no sea delito
El pedir permiso
Para comerse el cielo…
Para Yani
Por siempre
Para siempre
GRACIAS POR SU INTERÉS EN ESTE TRABAJO. LES REGALO A USTEDES UN FRAGMENTO DEL PRIMER CAPÍTULO.
HASTA LA VISTA.
1
Confesiones del prisionero nostálgico.
Ciudad Península.
Agosto 8, 2003. Viernes.
7:16 P.M.
Lo llaman el Characuaco. Nunca usa su nombre verdadero porque siente que no le pertenece, que es como una camisa prestada que no le talla bien y que apesta a olores ajenos. Recién cumplidos los sesenta y seis años, tiene gustos sencillos la y cabeza dura, como cree que todo hombre decente debe ser. Se ha dicho en su contra que no es hombre de muchos principios, pero debe aceptarse que a los pocos que conserva les guarda una fidelidad a toda prueba. Seco de carnes, cabezón, casi calvo y narigudo, parece un pájaro raro a medio disecar, pero no le resulta difícil, a pesar de su estrafalaria estampa, el pasar desapercibido cuando se lo propone.
Hoy es uno de esos días para mostrar bajo perfil. Frena el taxi frente al hotel y, al despedirse de su cliente —y jefe— Eugenio Sanmartín, intercambia con él una sonrisa cómplice cuando le promete regresar antes de las once, a tiempo para la cena. Eugenio —bajo, rechoncho, colorado y siempre sonriendo— lo despacha guiñando el ojo y alzando los pulgares.
Después de aparcar a un par de cuadras del hotel sale del auto, para estirar las piernas. Hace calor, pero desde el norte sopla una brisa tímida, fresca y olorosa a crustáceos machacados. Abotona la guayabera sin adornos hasta el cuello, mete las manos en las bolsas del pantalón —negro, bombacho y con bastillas— y comienza a caminar.
Minutos después ya ha dejado atrás las calles principales del Centro Histórico de Ciudad Península, hediondas a sudor, frituras y alcohol, atestadas de parranderos. Desciende sin prisa por la suave pendiente de la avenida que conduce, en dirección norte, al Muelle Viejo. Se aleja del neón multicolor, del tam-tam de los altoparlantes y las ofertas burlescas de un par de prostitutas cincuentonas que, resignadas a no pescar clientes, han tomado asiento en una banqueta. Sonríe con ellas y las saluda con la mano, sin dejar de caminar.
Su brújula es una línea de luces amarillas que, un par de kilómetros cuesta abajo, demarca los alrededores del Muelle, en el Barrio Obrero.
***
Se detiene justo donde la avenida se bifurca. Allí el asfalto cede el terreno al adoquín de las callejuelas, que parten desde ese punto a izquierda y derecha, paralelas a la costa, retorcidas y mugrosas. Huele a sal y cloaca, por partes iguales. El Characuaco piensa en intestinos repletos de porquería. Vira a la izquierda, no sin antes vacilar por un momento. Las farolas —que habían guiado su camino desde lejos— iluminan, desde el lado de la playa, las fachadas multicolores de los bares y prostíbulos frente al mar, que chapotea, manso y oscuro, a unos veinte pasos. El agua de lluvia, incapaz de drenar en los albañales atascados de basura, le empapa los zapatos, pero no modera el paso hasta no salir de la zona de tolerancia, que se extiende por unos quinientos metros de playa. El adoquín fracturado empieza a ralear y el antiguo empedrado colonial es visible en tramos de camino cada vez más amplios, hasta que, después de unos cinco minutos de caminata, todo lo que puede sentir bajo sus zapatos son pedruscos húmedos. Cuando el callejón empedrado degenera en vereda —polvorienta en verano, lodazal en invierno—, se para en seco. El último farol parpadea, lejano y amarillento, a sus espaldas. Allá quedó la ciudad: esplendor, calidez, estrépito, multitud: odiosa pero seductora, como una amante caníbal. Frente a él, la playa rocosa de arenas negras, silencio, paz y soledad. Se acerca a la línea de la marea y se sienta en la arena, como lo hacía con su Toñita, dos generaciones atrás, en ese mismo sitio, casi siempre a la misma hora. La nostalgia se lo está comiendo vivo.
“Sabía que era mejor quedarme en el hotel”.
Quiso dar un paseo de cinco minutos y había caminado durante cuarenta y cinco. La presentación de la nueva novela de Eugenio Sanmartín, en cambio, no habría podido engancharlo por tanto tiempo. El Characuaco se habría muerto de sueño en el Salón Imperial del hotel, porque de entre todos los allí presentes no hubiese tenido con quien platicar un rato. Pensó en ello y se imaginó a sí mismo soltando un bostezo enorme, de esos que contagian a medio mundo, con lágrimas en los ojos y sacudidas de cabeza.
El Characuaco está cansado. La espuma le salpica los zapatos mientras se cuestiona si se trata de fatiga del cuerpo o desgaste del alma. Concluye que hay algo de las dos cosas. Maneja el taxi y además trabaja a tiempo parcial para Eugenio Sanmartín, pero no se parece en nada al típico taxista peninsular. Hijo renegado de las aulas de la Universidad Peninsular, licenciado cum laude, enseñó Letras y Filología por tres décadas hasta que, en los días de la ocupación del campus, un piquete de soldados del gobierno recibió la orden de echarlo a patadas del Alma Mater, por revoltoso y socialista. No era ni una cosa ni la otra, pero el gesto de quemar su diploma frente a la Rectoría —protestando por los cateos— lo nimbó de un inmerecido prestigio ante estudiantes y docentes. Avinagrado para el resto de su vida, militó en grupos políticos clandestinos de poca monta durante los años ochenta, hasta que el Pacto Solidario para la Paz de mil novecientos noventa volvió obsoleta su postura antisistema. Se consoló entonces escribiendo crítica literaria para una revista cultural de medio pelo y redactando ensayos, todos ellos inéditos. Ya viejo, terminó adicto a los debates de cafetín. Pero no es un bohemio cualquiera. No socializa tanto como otros de su misma condición, siempre a la caza de amigos a quienes adular, que sirvan de mecenas para pagarles tabaco, tragos y algún revolcón de cuando en vez. Por el contrario, casi nadie quiere a personas que, como el Characuaco, se aficionan a cultivar el arte de hacerse odiosas. La gente huye de su cáustica sinceridad como si de la peste negra se tratase. Él no necesita que lo quieran.
Veterano de causas perdidas, se ha consagrado a ejecutar un plan que trama en privado desde hace algunas semanas. Sabe que para ello debe regresar al Gran Hotel Peninsular, al evento de Eugenio. Son viejos amigos, hay algún afecto entre ellos, pero no demasiado: se conocen tanto que para el Characuaco eso sería imposible. Si quiere conocer al doctor Daniel Moynihan Estévez debe volver, y cuanto antes mejor, porque llegará la hora de la cena y podría perderse la ocasión de tenerlo de frente, el primer gran objetivo de su plan. Duda porque está muy bien aquí y no se siente con fuerzas para regresar. El mar se bate en retirada, dejando miríadas de conchas y caracolillos abandonados sobre la arena. Si se va cree que también dejará aquí algo de sí mismo, algo que quizás no pueda recuperar. Pero está acostumbrado a la pérdida, y ese es un hábito difícil de dejar.