sábado, 21 de abril de 2012




LENGUAS COMO CUCHILLOS

Editorial publicado en Opinión de La Prensa Gráfica, jueves 19 de abril, 2012.



Gracias, amigos, por su interés en mi trabajo.


“La lengua afable es un árbol de vida, la lengua perversa hiere en lo más vivo (Proverbios: capítulo 15, v. 4)”. También se ha dicho que la pluma es más poderosa que la espada y la idea central es el poder de la palabra. Cito a Stephen Hawking: “Algo ocurrió que desencadenó el poder de nuestra imaginación: aprendimos a hablar”. Ya como ondas sonoras o signos impresos, las palabras evocan reacciones en el cerebro de manera tan eficiente que cualquier escenario, aun absurdo, puede reproducirse con exactitud en nuestras mentes.
La conciencia, don divino, surge del lenguaje. Pero el lenguaje, como cualquier otro recurso, pronto se convirtió en arma sofisticada. Vehículo de cultura o herramienta de seducción, coacción u ofensa, la palabra ejerce efectos poderosos sobre el cerebro: creemos lo que nos han dicho que somos. Todo por una necesidad tan importante como el agua, aire o el alimento: el hambre de estímulo. Sin estímulo todo organismo se agota y perece, como ocurre con niños privados de atención y afecto. Algún estímulo es mejor que ninguno y por eso el aislamiento, silencio e indiferencia influyen tanto sobre la conducta. Si el lenguaje es rudo u ofensivo, degrada los espíritus.
Pero palabras elegantes y cultas pueden ser igual de dañinas cuando despiertan o canalizan reacciones peligrosas para la integridad propia o del prójimo y esto lo saben todos los demagogos y muchas figuras públicas.
En un país tan lastimado y en carne viva como El Salvador, urgidos como estamos de una sanación definitiva, duele oír voces airadas, leer escritos coléricos, acusaciones interminables, sin cuartel: El campo de batalla se extiende desde el hogar más humilde hasta la asamblea de los padres de la Patria, la sociedad entera. Somos testigos y cómplices de estos duelos verbales, de lenguas como cuchillos, de adjetivos estériles. Sí, estériles, porque no se puede montar un diálogo fértil si nos ciega la furia, aun cuando la furia esté justificada, aun cuando nos asista la razón.
Cómo y cuándo expresarse es derecho inalienable: las mismas letras del alfabeto y signos de puntuación se usan para escribir los Evangelios, las novelas del marqués de Sade, el Mein Kampf de Hitler o la poesía de Borges y no es lícito coartar la palabra a ángeles o demonios. Hay también derecho a que cada uno se sintonice con lo que quiere leer o escuchar, lo que le gusta o provoca placer, constructivo o destructivo: eso permite que, con fines a veces inconfesables, nuestras mentes sean moldeadas o manipuladas desde temprana edad, tanto por lo que se dice como por lo que se calla.
Es decisión soberana e individual dar uso sabio o necio al don de la palabra. Podemos educar, enseñar belleza, transmitir afecto, informar la verdad y estrechar lazos. O usar estas mismas palabras para lastimar, esparcir mentiras y rumores infundados, intrigar, sembrar prejuicios e intolerancia.
Antes de hacer crítica pública o privada valdría la pena hacer el muy conocido escrutinio del “triple filtro”: ¿Existe una base real o lógica en nuestras palabras? ¿Lo que vamos a decir tiene intenciones bondadosas o constructivas? ¿Servirán mis palabras para algo o para alguien? Lo que entra por la boca no hace impura a la persona, pero sí la mancha lo que sale de ella, son palabras de Cristo. ¿Queremos que nuestras lenguas desborden verdad, bondad y utilidad? ¿O queremos que sean como cuchillos, armas cortantes diseñadas para la desgracia propia y ajena?