lunes, 2 de marzo de 2009

LA ÚLTIMA VUELTA DE TUERCA

ESTIMADOS LECTORES:

POR FIN TENGO EN MIS MANOS LOS EJEMPLARES RECIÉN IMPRESOS DE MI SEGUNDA NOVELA, "LA ÚLTIMA VUELTA DE TUERCA".


LA PORTADA ES UNA COLABORACIÓN DE MI HIJO EDUARDO ALONSO VILLARROEL MARTÍNEZ. PRONTO COMENZARÉ A DISTRIBUIR LA NOVELA (372 PÁGINAS) EN LAS PRINCIPALES LIBRERÍAS DEL PAÍS.

QUISE ESCRIBIR UNA NOVELA DE AMOR, PERO PRONTO ME DI CUENTA QUE EL AMOR MUCHAS VECES CONLLEVA PENA, FRUSTRACIÓN Y DOLOR, NO SIEMPRE ES UNA EXPERIENCIA DULCE. HABLO DE AMOR EN CUALQUIERA DE SUS FORMAS DE EXPRESIÓN: FILIAL, DE PAREJA, ENTRE AUTÉNTICOS AMIGOS, MÍSTICO... MIS PERSONAJES AMAN CON INTENSIDAD, LUCHAN POR QUE EL SENTIMIENTO TRASCIENDA MÁS ALLÁ DE LO COTIDIANO: ESTÁN DISPUESTOS AÚN A ROMPER CON TODO, PRESENTE, PASADO O FUTURO, CON TAL DE AMAR. NO SÉ CUÁNTO SE REFLEJA EL AUTOR EN LAS PÁGINAS, PERO SÍ ME CONSTA QUE CADA UNA DE ELLAS FUE ESCRITA ESCRITA CON GANAS Y PRECIOSISMO, SIN REPAROS EN EL TIEMPO O ESFUERZO QUE ESTO IMPLICARA. ESA PACIENCIA SE LA DEBO A SILVIA YANIRA, MI ESPOSA, MI MÁS DURA CRÍTICA PERO A LA VEZ MI PROMOTORA MÁS ARDIENTE. A ELLA DEDICO LA NOVELA, CON ESTOS VERSOS, ESCRITOS EN UN ARREBATO DE AMOR, CUANDO LA VÍ ATACADA POR FUERZAS EXTRAÑAS QUE MUY A SU PESAR JAMÁS HAN PODIDO ALEJARLA DE MI CORAZÓN:


¿Puedo bogar contigo

Contra esta marea de improperios?

Dame tu mano ardiente

Para subir a cubierta

Dame el timón, dame tu brújula

Te llevaré a buen puerto

En donde no sea delito

El pedir permiso

Para comerse el cielo…

Para Yani

Por siempre

Para siempre


GRACIAS POR SU INTERÉS EN ESTE TRABAJO. LES REGALO A USTEDES UN FRAGMENTO DEL PRIMER CAPÍTULO.

HASTA LA VISTA.


1

Confesiones del prisionero nostálgico.

Ciudad Península.

Agosto 8, 2003. Viernes.

7:16 P.M.

Lo llaman el Characuaco. Nunca usa su nombre verdadero porque siente que no le pertenece, que es como una camisa prestada que no le talla bien y que apesta a olores ajenos. Recién cumplidos los sesenta y seis años, tiene gustos sencillos la y cabeza dura, como cree que todo hombre decente debe ser. Se ha dicho en su contra que no es hombre de muchos principios, pero debe aceptarse que a los pocos que conserva les guarda una fidelidad a toda prueba. Seco de carnes, cabezón, casi calvo y narigudo, parece un pájaro raro a medio disecar, pero no le resulta difícil, a pesar de su estrafalaria estampa, el pasar desapercibido cuando se lo propone.

Hoy es uno de esos días para mostrar bajo perfil. Frena el taxi frente al hotel y, al despedirse de su cliente —y jefe— Eugenio Sanmartín, intercambia con él una sonrisa cómplice cuando le promete regresar antes de las once, a tiempo para la cena. Eugenio —bajo, rechoncho, colorado y siempre sonriendo— lo despacha guiñando el ojo y alzando los pulgares.

Después de aparcar a un par de cuadras del hotel sale del auto, para estirar las piernas. Hace calor, pero desde el norte sopla una brisa tímida, fresca y olorosa a crustáceos machacados. Abotona la guayabera sin adornos hasta el cuello, mete las manos en las bolsas del pantalón —negro, bombacho y con bastillas— y comienza a caminar.

Minutos después ya ha dejado atrás las calles principales del Centro Histórico de Ciudad Península, hediondas a sudor, frituras y alcohol, atestadas de parranderos. Desciende sin prisa por la suave pendiente de la avenida que conduce, en dirección norte, al Muelle Viejo. Se aleja del neón multicolor, del tam-tam de los altoparlantes y las ofertas burlescas de un par de prostitutas cincuentonas que, resignadas a no pescar clientes, han tomado asiento en una banqueta. Sonríe con ellas y las saluda con la mano, sin dejar de caminar.

Su brújula es una línea de luces amarillas que, un par de kilómetros cuesta abajo, demarca los alrededores del Muelle, en el Barrio Obrero.

***

Se detiene justo donde la avenida se bifurca. Allí el asfalto cede el terreno al adoquín de las callejuelas, que parten desde ese punto a izquierda y derecha, paralelas a la costa, retorcidas y mugrosas. Huele a sal y cloaca, por partes iguales. El Characuaco piensa en intestinos repletos de porquería. Vira a la izquierda, no sin antes vacilar por un momento. Las farolas —que habían guiado su camino desde lejos— iluminan, desde el lado de la playa, las fachadas multicolores de los bares y prostíbulos frente al mar, que chapotea, manso y oscuro, a unos veinte pasos. El agua de lluvia, incapaz de drenar en los albañales atascados de basura, le empapa los zapatos, pero no modera el paso hasta no salir de la zona de tolerancia, que se extiende por unos quinientos metros de playa. El adoquín fracturado empieza a ralear y el antiguo empedrado colonial es visible en tramos de camino cada vez más amplios, hasta que, después de unos cinco minutos de caminata, todo lo que puede sentir bajo sus zapatos son pedruscos húmedos. Cuando el callejón empedrado degenera en vereda —polvorienta en verano, lodazal en invierno—, se para en seco. El último farol parpadea, lejano y amarillento, a sus espaldas. Allá quedó la ciudad: esplendor, calidez, estrépito, multitud: odiosa pero seductora, como una amante caníbal. Frente a él, la playa rocosa de arenas negras, silencio, paz y soledad. Se acerca a la línea de la marea y se sienta en la arena, como lo hacía con su Toñita, dos generaciones atrás, en ese mismo sitio, casi siempre a la misma hora. La nostalgia se lo está comiendo vivo.

“Sabía que era mejor quedarme en el hotel”.

Quiso dar un paseo de cinco minutos y había caminado durante cuarenta y cinco. La presentación de la nueva novela de Eugenio Sanmartín, en cambio, no habría podido engancharlo por tanto tiempo. El Characuaco se habría muerto de sueño en el Salón Imperial del hotel, porque de entre todos los allí presentes no hubiese tenido con quien platicar un rato. Pensó en ello y se imaginó a sí mismo soltando un bostezo enorme, de esos que contagian a medio mundo, con lágrimas en los ojos y sacudidas de cabeza.

El Characuaco está cansado. La espuma le salpica los zapatos mientras se cuestiona si se trata de fatiga del cuerpo o desgaste del alma. Concluye que hay algo de las dos cosas. Maneja el taxi y además trabaja a tiempo parcial para Eugenio Sanmartín, pero no se parece en nada al típico taxista peninsular. Hijo renegado de las aulas de la Universidad Peninsular, licenciado cum laude, enseñó Letras y Filología por tres décadas hasta que, en los días de la ocupación del campus, un piquete de soldados del gobierno recibió la orden de echarlo a patadas del Alma Mater, por revoltoso y socialista. No era ni una cosa ni la otra, pero el gesto de quemar su diploma frente a la Rectoría —protestando por los cateos— lo nimbó de un inmerecido prestigio ante estudiantes y docentes. Avinagrado para el resto de su vida, militó en grupos políticos clandestinos de poca monta durante los años ochenta, hasta que el Pacto Solidario para la Paz de mil novecientos noventa volvió obsoleta su postura antisistema. Se consoló entonces escribiendo crítica literaria para una revista cultural de medio pelo y redactando ensayos, todos ellos inéditos. Ya viejo, terminó adicto a los debates de cafetín. Pero no es un bohemio cualquiera. No socializa tanto como otros de su misma condición, siempre a la caza de amigos a quienes adular, que sirvan de mecenas para pagarles tabaco, tragos y algún revolcón de cuando en vez. Por el contrario, casi nadie quiere a personas que, como el Characuaco, se aficionan a cultivar el arte de hacerse odiosas. La gente huye de su cáustica sinceridad como si de la peste negra se tratase. Él no necesita que lo quieran.

Veterano de causas perdidas, se ha consagrado a ejecutar un plan que trama en privado desde hace algunas semanas. Sabe que para ello debe regresar al Gran Hotel Peninsular, al evento de Eugenio. Son viejos amigos, hay algún afecto entre ellos, pero no demasiado: se conocen tanto que para el Characuaco eso sería imposible. Si quiere conocer al doctor Daniel Moynihan Estévez debe volver, y cuanto antes mejor, porque llegará la hora de la cena y podría perderse la ocasión de tenerlo de frente, el primer gran objetivo de su plan. Duda porque está muy bien aquí y no se siente con fuerzas para regresar. El mar se bate en retirada, dejando miríadas de conchas y caracolillos abandonados sobre la arena. Si se va cree que también dejará aquí algo de sí mismo, algo que quizás no pueda recuperar. Pero está acostumbrado a la pérdida, y ese es un hábito difícil de dejar.