Con el agravante de jugar en terrenos hostiles, no era razonable ni probable para los entendidos en cosas del fútbol que la selección sub 20 de El Salvador rescatase algo más que una aguerrida pero discreta actuación en el campeonato regional que daba plazas para la copa mundial.

Cuando ganaron con grandes dificultades el primer encuentro, nadie se emocionó demasiado. Pero cuando los anfitriones los vapulearon llovieron los adjetivos hirientes y los improperios. Sin misericordia la crítica los tildaba de lentos, miedosos, torpes... Como si fuese digno de gente decente ofender cuando lo procedente era consolar, animar y aconsejar. Pero nuestros muchachos no se amilanaron y, dejando de lado el pánico escénico, se prepararon para el próximo partido, el juego de sus vidas. Nadie dijo que iba a ser fácil.

A falta de 45 minutos para decir adiós al torneo, perdiendo el juego clave, se requería de una serie de eventos extraordinarios para que el destino sonriera, por una vez en la vida, a nuestro pequeño país y sus gladiadores, casi unos niños. Todavía palpita con fuerza mi corazón al recordar cómo, derrochando facultades y pundonor, se marcaron tres anotaciones en la portería contraria para darle forma y consistencia al sueño histórico de asistir, por vez primera en la historia, a la copa mundial de la categoría. Visaron sus pasaportes para la cita en Turquía, sonriendo entre lágrimas, humildes en la victoria, sin creerse más ni menos que nadie, sin pretensiones, como buenos alumnos de un digno profesor, el director técnico, un viejo zorro de mil batallas con quien la patria está también en deuda. Es justo que ahora celebren, mientras los detractores de salón y los técnicos de cafetín sonríen, complacidos, no sé si un poco avergonzados en el fondo de su corazón.

No los conozco pero ya los quiero como si fueran mis hijos. No sé de sus defectos y virtudes más allá de lo futbolístico, pero desde ya los acepto como lo que son, seres humanos que aún están por demostrar lo mejor de su potencial, en un ambiente adverso, sin los merecidos incentivos que sus pares disfrutan en otras latitudes. Y no me importa lo que pase después de ese histórico encuentro futbolístico. Solo sé que soñar en grande cuesta igual que soñar en pequeño y, en los sueños colectivos de los salvadoreños, aspiramos a que nuestra voz también se escuche en el coro de los mejores jugadores del mundo. Y el escenario será muy lejos de casa, donde quizás se sientan muy solos... Tendremos que mimarlos para que nuestro afecto los arrulle en la distancia, aunque no debemos descuidar su disciplina, para que el fuego de su juventud no los consuma en inútiles desconcentraciones. Que no les falte nada para explotar al máximo sus facultades, pero que tampoco haya derroche: no queremos malcriarlos, en cambio aspiramos a perfeccionarlos en cuerpo y espíritu y eso demanda mesura y equilibrio.

Alcanzar la madurez futbolística implica prepararlos para lo previsible y lo imprevisible, lo justo y lo injusto, para ser dignos en la derrota y caballerosos en la victoria. Es nuestro deseo verlos crecer en talento sin comprometer su calidad y decencia, más allá del fútbol.

Ellos son nuestros hijos meritísimos. Héroes auténticos cuyos nombres y apellidos aún son extraños para la mayoría de los salvadoreños. Honor a quien honor merece y que Dios los colme de bendiciones por habernos dado tanta felicidad.