lunes, 21 de julio de 2008

GOVEIA

PONGO A DISPOSICIÓN DE MIS AMIGOS MI CUENTO "GOVEIA VIAJA A TIMBUCTÚ".




GOVEIA VIAJA A TIMBUCTÚ.

(Para Memito)

Goveia se levanta muy temprano, el primero de todos, para ver salir el sol. Hace frío y no se ven ni las manos en la oscuridad de la madrugada, pero envuelve su cuerpecito en una sábana y sale de la choza en puntas de pies –no vaya a despertarse mamá- para luego correr descalzo en dirección a la ciénaga al otro lado de la colina, el hogar de los patos silvestres, sus amigos favoritos, que ya le esperan, ansiosos para bañarse con las luces naranja y oro que pronto se filtrarán por entre los altos bejucos. Goveia es pequeñito, vivo, ágil y travieso, un gran compañero de juegos: por eso, al verle asomar en la cumbre de la colina, los patos comienzan a graznar en coro, alborozados, dando la bienvenida al niño.
—¿Por qué tardaste tanto, Goveia?
Goveia habla con los patos. Madya, su mamá, no le cree cuando él narra las hazañas de sus amigos, que cada año cruzan el continente para darse cita aquí, en esta comarca siempre cálida, donde se puede cazar los insectos más grandes y jugosos y chapotear en el fango todo el día, lejos de las inhóspitas nieves del norte.
Goveia abraza a su amigo Biliko, el Rey de los Patos, el de más lustroso y aceitado plumaje, el cabeza indiscutible de la bandada. Biliko apoya su pico en el hombro desnudo de Goveia, mientras extiende sus alas imponentes para abarcar su cuerpecito, en un abrazo de plumas que abriga más que cualquier edredón.
Goveia, con una sonrisa ancha y de dientes menuditos contesta:
—Me escapé otra vez, Biliko, amigo…
—¿Tienes hambre, Goveia?
Los ojitos del niño se encienden, con júbilo, como dos antorchas en la negrura de la madrugada, mientras lleva las manecitas a su estómago.
—¡Sí! ¡Quiero comer!
Los patos agitan las alas, graznando de gusto. Pronto, el banquete está servido a las orillas de la laguneta, sobre una hoja enorme de palma: gordos gusanos de mil y un patas, suculentos grillos, mariquitas de todos los colores, encarnadas, amarillas y esmeralda, larvas pálidas y ciegas de un palmo de tamaño, jugosos y palpitantes renacuajos y, para alivio de Goveia, algunas guindas maduras, apenas picadas por los colibríes, tan sabios para descubrir los frutos más dulces. Goveia come de las guindas mientras los patos pasean a su alrededor, solícitos, dispuestos a atender cualquier capricho de su joven invitado.
—¡Ya sale el sol!
Un aleteo ensordecedor se escucha hasta en los confines del valle, que se despereza poco a poco. Ya comienzan a elevarse las primeras columnas de humo en la aldea, se puede aspirar el aroma de la leña que arde desde muy temprano en cada casa para espantar al frío y a los mosquitos. Pronto se entonarán las oraciones matutinas y los cantos de los fieles llegarán a oídos de los patos que guardarán, entonces, respetuoso silencio.
Goveia se ha adentrado en el agua fría, que le llega a la cintura, para no quedarse solo en la orilla. Cuando el sol deslumbra sus pupilas piensa en la doctora, piensa en María, pues conoce el nombre de la mujer sonriente que un par de semanas atrás llegó a la aldea en aquella máquina enorme y rugiente de metal en donde se esconden varias personas y que rueda por todos los senderos sin detenerse, sin cansarse nunca. Recuerda a su mamá abrazando a la doctora para después gritar a todos los puntos cardinales:
—¡Goveia! ¡Goveia! ¿Dónde estás, malandrín escurridizo? Ven, amor mío, esto no te va a doler…
Pero Goveia no era bobo y sabía ya, a sus cinco años recién cumplidos, que las agujas duelen hasta el alma cuando se hincan en la carne. Además les obligan los mayores a los niños tragar esas enormes y amargas cucharadas de jarabe… ¡Cuánta maldad! Se había escondido entonces dentro de una enorme tinaja de barro cocido, allí donde su madre hace hervir los granos para amasar las tortas que tanto celebran los vecinos de la aldea. Desde su escondrijo, Goveia atisbaba de cuando en vez el panorama, con miedo de ser descubierto, para no perderse ningún detalle de la extraña visitante. Ella era alta, no era delgada como todos sino más bien un tanto gruesa, extraño, muy extraño… Sonreía mucho y su cabello era diferente, negro, claro está, como todo el mundo, pero largo y lleno de rizos, como ninguna de las mujeres que conocía. Y aquella noche, Goveia, castigado por salir de casa –como siempre- de madrugada y sin permiso, se acostó en su catre al apenas salir las estrellas, incapaz de conciliar el sueño a pesar de las narraciones de su padre, el único hombre de la aldea que recuerda cómo hechizar serpientes tan solo con la fuerza de su canto. Distraído, chapoteando en las aguas mansas, ya no recuerda a su papá sino que piensa en ella, en la doctora María, en las ganas de abrazarle y enredar los dedos en sus rizos…
—¡Goveia!
Los patos alzan el vuelo, asustados, todos menos Biliko, el Pato Rey. Madya, la madre de Goveia, tan oscura de piel como su hijo, bella, alta y de esbeltez poco común está de pie, a espaldas del niño desobediente, quien se ha quedado paralizado, sabedor del castigo que le espera: no podrá recibir el regalo prometido, el tambor de cuero de antílope que su padre le está fabricando a pausas, durante los escasos ratos libres que le quedan.
—Hijo, te dije que estaba prohibido salir de la casa tan temprano para venir hasta aquí. ¿No ves que podrías ahogarte?
Goveia sonríe al abrazarse a las piernas de su madre. Ella no sabe que Biliko le ha enseñado ya a flotar en las aguas mansas, sacándolo del fondo un par de veces con su pico fuerte y enorme.
—Adiós, Biliko…
Madya no puede ya contener una sonora carcajada.
—¡Ja, ja, ja! Niño… No les hables a los patos… Nunca han contestado a nadie. Estás loquito mi niño precioso… Ven con mami, te daré un poco de la leche de cabra que tanto te gusta.
—¿Puedo regresar más tarde, mamita?
—¿Regresar? ¡Espera que tu padre se entere de tus travesuras! No podrás salir de la casa…
—Mamá… La mujer, la doctora María, dijiste que me ibas a llevar a verla a la gran ciudad junto al mar…
—María llega hoy al pueblo frente al mar pero no podré ir a visitarla. Llevaré las batatas al pueblo al otro lado de la ciénaga para cambiarlas por aceite y miel. Pero tú te quedarás, ayudándole a papá, mira que habrá mucho quehacer en el campo y debes aprender bien su oficio que será también tuyo cuando hayas crecido y estés fuerte, así como él. Pórtate bien y obedece mis mandatos, hijo mío.
Las lágrimas se hacen un nudo en la garganta de Goveia, quien juega con sus deditos para hacerse el valiente, para no llorar, no sabe si de cólera o de tristeza porque es todavía tan pequeño... A él no le gusta imaginarse labrando los campos y bañado en sudor, ni tampoco escondido en las cavernas, golpeando las rocas en busca de piedras brillantes para los grandes señores de piel pálida, los dueños de la tierra, el agua, el aire y de todo lo existente. No, él quiere subir a la máquina de metal, aferrarse de la rueda poderosa que la gobierna y, con María, la doctora buena sentada a su lado, partir lejos de allí hasta arribar a Timbuctú, la gloriosa ciudad del norte de la que tanto le hablaba su difunto abuelo, con sus elevadas torres de oro y cristal, donde vivían los reyes de negra piel que medían veinte palmos hasta la coronilla y guerreaban a lomos de pájaros enormes contra los demonios alados del desierto. Pero todo estaba perdido. No podría ver a la doctora María, ni pedirle permiso para subir a la máquina, ni decirle cuánto ansiaba abrazarla y pedirle a ella el tambor que su padre tanto ha prometido pero que nunca va a llegar, estaba seguro de ello porque sabía que le gustaba desobedecer: Ama demasiado a su amigo Biliko, le importa más ese cariño que la vieja promesa del tambor. De mala gana, azotando los piececitos contra el suelo y con la boquita fruncida, Goveia camina tres pasos atrás de su madre hasta entrar en la choza. Jako, su padre, ya está inclinado sobre el surco, atrás de la choza, al pie de la colina, y su pequeña hermanita duerme aún con sueño profundo, recién amamantada. Goveia toma su leche pero está tramando una fuga perfecta. Mamá en el mercado, papá en el campo, la niña dormida…
El sol ya calienta con fuerza cuando Goveia calza sus sandalias de cuero, uno de los tantos regalos que la doctora María, a pesar de no conocerle, le ha traído. Envolviéndose en una de sus túnicas favoritas, blanca como la luna y sin ornamentos, Goveia guarda en un morral un trozo de torta, un puñado de semillas y la calabaza para el agua fresca, recién sacada del pozo. Ha andado este camino muchas veces pero nunca solo, siempre lo ha hecho de la mano de su madre o de su padre, a la vera del riachuelo que desemboca en la laguna, hasta llegar a una cuesta que desciende con suavidad, pero tan sinuosa que parece la piel olvidada de una serpiente gigantesca. La vereda está custodiada por altos y frondosos árboles, poblados de ejércitos de monos chillones y aves multicolores que cuelgan sus extraños nidos de las ramas más altas. Al poco rato de andar ya no reconoce el camino nuestro héroe, que se siente perdido y con deseos de llorar cuando los monos más pequeños, las crías menores de la manada, se burlan de él señalándole con sus dedos peludos de uñas negras. Cuando se rendía ya a la desesperación, un aleteo cercano asusta al pobre Goveia, que cae sentado sobre el polvo del camino, ensuciando su inmaculada túnica de algodón. Es Biliko, quien acude al rescate del niño perdido.
—¿A dónde vas, Goveia, tan solito?
—A buscar a María, para que me lleve a Timbuctú…
—No llores, mi amado Goveia, no tengas miedo, ya estoy aquí. No podrás viajar sin compañía. ¡Ven! Sígueme, yo iré adelante para avisarte de cualquier peligro.
Goveia no cabe de contento al saberse acompañado del inigualable Rey de los Patos, quien prefiere caminar con dificultad a volar, para no dejar atrás al niño que sueña un día con volar en vez de caminar para llegar muy lejos, a orillas de aquel río que, si bebes de sus aguas, te retiene prisionero para la eternidad, porque te enamoras de la tierra bajo tus pies, sembrada de girasoles enormes. No ha pasado mucho tiempo cuando Goveia llega a un punto en que la vereda se divide, a derecha y a izquierda. ¿Cuál será la ruta correcta hacia el mar? ¿Cuál la que lleva a la selva montañosa? Biliko espera a la orilla del camino, reponiendo el aliento, a que Goveia tome una decisión. Aparece entonces ante los viajeros una rara ave, nada menos que un cucú de cola larga, que revolotea despreocupadamente sobre sus cabezas.
—¡Pájaro!
—Dime, oh pequeño sabio, que hablas la lengua de las aves…
—Voy a la ciudad, a orillas del mar. Dime cuál es el camino.
—Todos los caminos llevan al mismo sitio… Escoge el que te guste… Adiós…
—Biliko y Goveia reanudan la marcha, tomando el camino de la izquierda. Fatigados, recuperan las fuerzas cuando la brisa se va cargando de sal y aroma de algas secándose al sol, anunciándose ya la proximidad de la playa. Biliko alza el vuelo y contempla el horizonte, volando en círculos sobre Goveia, que ya salta de alegría en espera de buenas noticias.
—¡Biliko! ¡Biliko! ¿Puedes ver el mar?
Una rama cruje en la espesura, a pocos pasos de distancia. Goveia voltea la mirada hacia los árboles y ve con claridad la silueta del cazador que coloca un gran guijarro en la honda, aprestándose a derribar de un tiro certero al majestuoso Rey de los Patos.
—¡Cuidado Biliko, cuidado!
Alertado justo a tiempo, Biliko maniobra en el aire esquivando el guijarro, para después, sin dejar de graznar, castigar a picotazos la cabeza del joven pero inexperto cazador que huye despavorido entre los árboles, tratando de evadirse del ataque de Biliko, a partir de este día conocido también como el Gran Cazador de Cazadores.
Biliko asienta sus patas membranosas en el polvo y extendiendo una de sus alas da la feliz buena nueva a Goveia.
—El mar…
Goveia corre al ver la línea costera, en donde multitud de niños y mujeres se congrega alrededor de una tienda de campaña, espantando en su carrera a una bandada de flamingos que, en una sola pata, toman el sol con haraganería. Goveia salta de contento cuando reconoce a María entre la multitud que le escucha en silencio mientras ella les habla con dulzura, con un acento extraño pero no difícil de entender.
—¿Niño, cómo te llamas? ¿Dónde están tus padres? ¿Ese pato te pertenece?
Goveia extiende sus bracitos y se abraza a las piernas de María. Ella se pone de rodillas para verle mejor y le abraza también, emocionada. En el rostro de la doctora hay una sonrisa de gran felicidad y no dice ni una palabra porque entonces su corazón se hubiese roto, allí mismo, en mil pedazos.

***

—Gracias por traer a salvo a mi niño, doctora María…
Madya está en cuclillas amasando la harina, y la mezcla poco a poco con chorros del aceite traído ese mismo día del pueblo vecino en un pesado cántaro de barro cocido. Dos pescados enormes se fríen en una sartén sobre la hoguera de leña y todos se aprestan a cenar con gran apetito.
—No te preocupes, Madya, la próxima vez que Goveia quiera manejar la Gran Máquina solo tienes que decírmelo... Vaya suerte que se me ha ocurrido seguir el vuelo de ese pato escandaloso, que no me dejaba en paz todo el camino, para llegar hasta acá. ¿Cómo saber que Goveia era tu hijo, el miedoso?
Goveia sonríe, sentado en las piernas de Jako, contemplando extasiado su tambor nuevo, hecho de una rama hueca y decorado con bellas talladuras de soles, lunas y estrellas… No se cansa de palmotear quedito el tenso parche de cuero sin quitar los ojos de encima de María, la doctora que no quiso llevarle a Timbuctú pero que le ha permitido asomarse a las entrañas de la Gran Máquina y viajar juntos sin cansancio de regreso a casa, cuando ya el sol comenzaba a ocultar su manto dorado detrás de los montes boscosos. Cuando ya es hora de dormir, Madya le acaricia la cabecita ensortijada en donde sigue revoloteando la ilusión de volar, al frente de la bandada, en ruta hacia Timbuctú, rozando alas con Biliko, el amado Rey de los Patos.


FIN