jueves, 9 de agosto de 2007

CULTURA POPULAR - CAPÍTULO I - DESMITIFICANDO EL CONCEPTO


CAPÍTULO I.
CULTURA:
DESMITIFICANDO EL CONCEPTO.


Museo de Arte Moderno de Münich, un día sábado, a las seis de la tarde, en punto. Un afamado artista plástico observa, mientras degusta una copita de Oporto, un óleo de Francis Bacon. Conversa por largo rato con el curador de la muestra pictórica mientras sacude la cabeza de lado a lado: no puede disimular su "disgusto" ante lo que le parece "una grotesco pero colorido ejemplo de sadismo". Secretamente está encantado de poder disentir —y expresarlo sin ambages— de la admiración que el cuadro genera en la mayoría de visitantes del Museo. Simultáneamente, pero a miles de kilómetros de distancia, la gente se apiña en el Multiplaza Mall de la ciudad de San Salvador, El Salvador, para asistir al desfile de modas organizado por una conocida boutique de la ciudad: va a exhibir su nueva línea de prendas íntimas. Bellas edecanes reparten bebidas ligeras de cortesía a los asistentes.
Situaciones disímiles, escenarios muy diferentes. La gente acude a los eventos con genuino interés o decide ignorarlos, por diversas razones. Los que acuden observan, hacen corrillos, comentan entre sí, critican o alaban la organización, el montaje, la iluminación... No son indiferentes al goce estético que sienten o dejan de sentir. Pero sobre todo, de un modo u otro, disfrutan. Estructuran su tiempo y se sienten felices por ello, pues evitan el aburrimiento de estar aislados o enfrascados en la rutina de sus actividades cotidianas. Quizá la introspección asusta a muchos de ellos, así que distraer la atención hacia algo externo que estimule sus sentidos los aleje del mal hábito de reflexionar. El sentirse en consonancia o en oposición a los puntos de vista ajenos les confirmaría en su posición existencial mientras el tiempo transcurre con rapidez. Al final podrán decir: "¡Qué bien la hemos pasado!". El artista plástico comerá, al paso, antes de llegar a casa, un baguette de salmón con queso de cabra y beberá té importado de Assam. Los asistentes al desfile aplacarán su apetito con una exquisita hamburguesa con queso, papas "a la francesa", ketchup y Coca-Cola Light.
Eso es cultura. Cada persona dispone de un bagaje propio, único, irrepetible, de conceptos, vivencias, expectativas, aspiraciones... y, por supuesto, conductas: su patrón cultural. Las conductas aparecen cuando el sujeto reacciona al mundo exterior o a los diálogos internos de sus estados del ego. Cada persona responde según aprendió a hacerlo en su más tierna infancia y durante los llamados "años plásticos" de la edad escolar. Sin sobrepasar lo que universalmente se considera ético —si fuera posible tal homogeneidad de criterio— no puede ni debe hacerse juicios comparativos de valor con respecto a las conductas de las personas o los pueblos, en la medida que son respuestas más o menos estereotipadas pero socialmente aceptadas para su propio entorno social, para su cultura. Es decir, no habría culturas superiores a otras.
Debe considerarse también que cada actitud y conducta deberán ser valoradas según la situación particular (contexto) en que se expresen. El patrón cultural consiente cualquier manifestación ("memo" dirían los cibernautas, tan amantes de los neologismos) si ésta es apropiada o pertinente según los criterios dictados por "las buenas costumbres". Llorar en las bodas es tolerado y hasta visto con simpatía en casi todos los grupos sociales, pero si alguien lanza una carcajada durante los oficios religiosos será severamente reprendido por el grupo, sino expulsado del evento en cualquier sitio (a menos que su líder espiritual lo haga primero). En Suabia se acostumbra quebrar platos de loza para estas circunstancias solemnes, algo que sería considerado excéntrico en las regiones rurales de Centro América.
¿Quién define a "las buenas costumbres", cuya observancia discrimina entre las personas "educadas y cultas" de los "bárbaras e incultas"? Independientemente de la locación geográfica y del grupo étnico que se estudie, las normas son definidas por algo que la conciencia colectiva respeta: la Tradición. Las cosas siempre se han hecho de una manera y no de otra, siempre ha sido así. La tradición es incuestionable —por lo menos entre los bien adaptados— porque es fijada en la psique en una época prelógica: el niño obedece sin razonar, no pregunta el por qué hasta alcanzar cierta edad y, llegado ese momento, por lo general la respuesta que recibe es poco ilustrativa: "porque sí", "porque no", "siempre ha sido así". De este modo, la cultura —el patrón— queda insertado en la corteza cerebral como una marca indeleble que llega a creerse sagrada y se defiende, a veces, con la propia vida.
La tradición es importante porque está basada en los "valores" (conceptos que se consideran sagrados) y es dictada por los mayores, que se supone son más sabios y competentes. Se enseña de padres y madres (o sus sustitutos) a hijos e hijas del mismo modo que los progenitores legan sus genes en herencia. Es vinculante entre los miembros de un grupo que comparten el mismo ethos, y básica para mantener la cohesión y, por tanto, la misma supervivencia del grupo, familia, clan, estamento, sociedad o nación. El estado del ego "Padre" (término transaccional relacionado con pero no sustituible por el "Superego" de los psicoanalistas) define de antemano las conductas propias e impropias, lo cual facilita el accionar del individuo en su grupo porque le simplifica la tarea de discriminar entre lo "correcto" y lo "incorrecto", lo "bueno" de lo "malo". Solo si el "Padre" interior de cada persona da el "permiso" específico, se podrá actuar de una manera egosintónica: la desobediencia lleva a la reprensión —en público o privada, íntima— que genera, a su vez, culpa y miedo (al rechazo, a "estar mal"), auténticos motores de la obediencia y sumisión a la autoridad.
Como los patrones culturales son distintos para cada región, grupo étnico, credo o condición social, las diferencias llevan siempre a hacer odiosas comparaciones. Como cada quien cree que su cultura representa la manera adecuada de vivir (o de morir) y esto es reforzado por el grupo con el que se siente identificado, se tiende a descontar las tradiciones ajenas, vistas como impropias y, como mínimo "exóticas". Al ignorarse —muchas veces a propósito y con malicia— el sistema de valores subyacente a los rituales y comportamientos de otros grupos humanos, se reacciona con irrespeto, de un modo que puede ser trivial —como una sonrisa desdeñosa— o trágico, como nos lo recuerdan los campos de concentración y exterminio de todas las épocas. Trabajar en sábado podría ser obligatorio en una oficina postal de Oklahoma City, pero sería terriblemente criticado por los hebreos fundamentalistas en Jerusalem. Si se es judío ashkenazi y se trabaja en la Oficina Postal de Oklahoma City la situación se vuelve un poco más compleja, pero no irresoluble.
Ninguna cultura es superior a otra, en términos estrictos. Los pueblos del centro y norte de Europa gozan de prestigio por la antigüedad de sus instituciones, el desarrollo tecnológico alcanzado, su madurez política, riqueza, talento artístico... por su "cultura", en una palabra. Aún en la edad de piedra, los indígenas yanomame (de los que quedan menos de 30,000) del Amazonas llevan existencias pacíficas basadas en el principio de la subsistencia y en total armonía con su ecosistema. Ajenos a las veleidades del estilo de vida llamado "occidental", se les considera el grupo humano más primitivo existente. Conservan su cultura en un estado de pureza casi total. Desconocen la rueda y su sistema numérico consiste en tres guarismos: "uno", "dos" y "más de dos". Entierran a sus muertos, practican la endogamia (como siempre ha ocurrido en las casas reales de Europa) y mantienen alianza y relaciones comerciales con los grupos indígenas vecinos (de manera más eficiente que en la Comunidad Económica Europea). Su arte, más utilitario que artístico, carece de pretensiones. Da la impresión que la frugalidad, honestidad, sencillez y espíritu de colaboración de los yanomame no deberían estar en desventaja de frente a la glotonería, doblez, complejidad y espíritu de competencia que a menudo se adivinan en el comportamiento de sus congéneres más "civilizados", "cultos" y "desarrollados". Ninguna cultura es mejor que otra. Son sencillamente diferentes entre sí. Nadie debería ya ser capaz de llamar —a la usanza de los antiguos griegos y romanos— "bárbaros" a sus congéneres de cualquier parte de este planeta Tierra que se empequeñece rápidamente, a medida que la tecnología nos acerca unos a otros —para bien o para mal de unos y otros— a una velocidad de vértigo.

HASTA LA PRÓXIMA ENTREGA...