lunes, 19 de julio de 2021

 

Proyecto C.R.A.S.H.

Comenzamos con la letra "C", de "compasión".


Empatía, Simpatía... y COMPASIÓN.


La compasión se define, según la Real Academia de la Lengua Española, como un “sentimiento de pena, de ternura y de identificación ante los males de alguien”. Consiste en compartir las pasiones de los demás, en hacer propio el dolor ajeno. Como explicaré, va mucho más allá de la simpatía o la empatía y, aunque suele confundirse con lástima, la postura existencial de las personas involucradas en una relación compasiva es simétrica: Ni el que socorre se enaltece ni el socorrido se degrada; no hay actitudes paternalistas o de superioridad. La compasión es una forma de comunión, la base del amor fraterno, el amor de cada persona al resto de la Humanidad. Cuando la compasión llama a la acción se habla de misericordia: el corazón (cordis) se inclina, solícito, al cuidado de aquel que está en desgracia o necesidad (misere); se busca ser benevolente, solidario, llevar consuelo y servir sin cálculo ni esperando retribución.

Cuando alguien sufre, sin importar la causa, lo puede expresar con aislamiento, arrebatos de rabia o tristeza, pero el dolor emocional puede llevar a algunos a la agonía y, a otros, a veces y de modo paradójico, a la parálisis y anestesia emocionales. La desventura tiene también repercusiones en la esfera intelectual: pérdida de la serenidad, ansiedad, desconfianza, estados de confusión y dificultades para la concentración y el pensamiento creativo… Puede hasta perderse la Fe misma. Para el alma sensible, ser testigo de estas emociones no puede resultar indiferente. El Yo Padre, paternalista y protector, se aproxima, solícito, a brindar soporte y refugio; el Yo Adulto emprende de inmediato un análisis integral y objetivo de la crisis para encontrar soluciones… El Yo Niño abraza y llora con quien sufre, se siente desgarrado y se entrega, llena de amor, para consolar. Es sabido que ante emociones fingidas o parásitas los sentimientos no son contagiosos ni se siente el alma invitada a la compasión: el desdén ante el fraude emocional nos impide la conexión esencial para esta experiencia porque solo lo auténtico llega al corazón. Hay personas que parecen genéticamente incapacitadas para la empatía o la compasión: la ciencia médica los llama “psicópatas”… Pero este no es el tema de la presente reflexión, sin dejar de aclarar que si alguien es merecedor de toda la compasión del mundo es precisamente este ser incapaz de sentir, de vibrar en armonía y sincronía con las emociones de sus hermanos de especie.

Veo en la compasión la base de toda forma de vida que contemple paz, serenidad y gozo sobre la Tierra. Sin compasión no puede haber acción solidaria, mucho menos auténtica caridad. No la confundamos con la filantropía y la beneficencia que derraman riquezas a través de donativos… Aplaudimos estas iniciativas pero, sin compartir el afecto y el dolor, sin sufrir con los que sufren, no hay verdadera compasión. Este sentimiento es crucial porque causa calma y bienestar en los demás, pero también lo hace en el sujeto compasivo: actor y receptor del sentimiento y de las transacciones implicadas se benefician por igual. Quien compadece se emociona, pero también, como un primer paso, analiza, comprende y extrae conclusiones (el proceso de desarrollar “empatía”) que refuerzan la necesidad de dar curso natural al primer atisbo de emoción, la que solemos llamar “simpatía”. Luego, con la emoción del prójimo también vivida en carne propia, se generan conductas o intervenciones protectoras y genuinamente salvadoras: no se trata de recitar palabras de uso corriente, ni de frases hechas para la ocasión, lo que se suele hacer para conveniencia social a modo de ritual, en momentos infaustos. Quien compadece sufre, pero a la vez siente gozo; descuida sus quehaceres y negocios pero, lejos de perder, se enriquece; la compasión da analgesia y descanso al doliente, pero salva al compasivo de su propia pena, lo enaltece y le acerca a lo celestial, a lo divino, a ser imitación de Cristo en la Tierra.

Muchos se sienten más cómodos en las descritas esferas de la simpatía o la empatía, las hermanas menores de la compasión. La empatía es, como vimos, una respuesta de la mente y del intelecto, sin componente emocional; la simpatía ya muestra cierta participación emocional… pero no hay aún compromiso de acción para paliar la desventura del prójimo atribulado. La compasión va al extremo: procede de lo más profundo del alma y compromete a todo el ser que, convocando armónicamente a cada uno de sus estados del Yo, procede amorosamente en consonancia con la pena ajena, llevando alivio pero, no menos importante, sembrando también esperanza y conformidad. Ante lo inevitable, ante lo que no podemos cambiar, siempre nos queda reservada la capacidad de afrontar las pérdidas, liberarse de angustia cediendo la carga en el yugo de Cristo, depositario de la entera tribulación de todo el Universo… Este proceso de abandono a menudo requiere, para bien del atribulado, de la participación de un entorno de personas compasivas, alentadoras y deseosas de nutrir y servir de modo constante y fiel.

Sea pues, para todos, hecha la invitación de compadecerse plena y profundamente del prójimo, pero, por qué no, también de nuestras propias tristezas y debilidades, que merecen tanta atención como las ajenas… Conocerse uno mismo a profundidad y dolerse de las vivencias traumáticas del pasado no debe constituirse en un ejercicio morboso de victimización y avivamiento de rencores, todo lo contrario:  es una gimnasia espiritual que fortalece una convicción central, el que como hermanos en Cristo (y aún como hermanos de aquellos que no son creyentes) todos somos dignos de compasión, misericordia y perdón. Así, la compasión desemboca en la humildad porque nos entrena en el desapego: “si te piden la túnica, entrega también el manto”.

La compasión se extiende, sin poder ni deber evitarse, no solo hacia las víctimas… Deberíamos ser capaces de compadecer también, cuando corresponda, a victimarios y verdugos. Algunas personas se han vuelto duchas en el arte de martirizar y torturar, explotar y denigrar. Ante tanta miseria espiritual ¿deberemos esgrimir nuestra furia y odio? “Mía es la venganza” ha dicho el Señor. Para nosotros, imperfectos para juzgar, toda retribución terrenal se basa en la Justicia. Se dirá, con razón, que la Justicia del hombre es parcial, mezquina y utilitaria, que los ocultos mecanismos de la corrupción pervierten a un sistema que beneficia a los poderosos y se ensaña con los débiles y marginados… Pero sin importar las falencias y aciertos de las Leyes, estamos llamados a compadecer tanto a héroes como a villanos. La mayor muestra de compasión de una víctima ante su verdugo se refleja en la frase del Cordero Degollado: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”… Para nosotros, tan inferiores al Salvador, queda el poder de la oración sincera, pidiendo por la conversión y la salvación de los enemigos del Bien, de la Verdad y la Justicia.

No puede haber salvación sin compasión. No se puede hablar de amor sin compartir pasiones, sin auténtica intimidad; el que sirve y atiende sin sentir compasión es un asalariado que buscará siempre pastos más verdes ofreciéndose al mejor postor… ¿Cómo ser humildes sin la compasión? La pretensión de fundar un paraíso en la Tierra se basa en la compasión. Les invito, con amor de hermano, a plegarnos todos a esta gracia de ser compasivos, para la construcción de este Edén del que nosotros mismos nos hemos arrojado, por culpa de nuestra soberbia e indiferencia. Amén.

No hay comentarios:

Publicar un comentario